Un investigador con la misión de encontrar unos papeles de otra época. Un policía del régimen encargado del robo en una sacristía. Un pasado y un presente que se cruzan para intentar resolver un asesinato largamente enterrado. Sólo falta un ingrediente; un lector curioso por saber qué descubrirá nuestro protagonista sobre la muerte de Jorge Riesco.
No las tenía todas conmigo cuando me decidí a leer este libro. Hace meses que tengo una crisis lectora terrible y meterme en una lectura “seria” era algo que no podía ayudarme de ninguna manera. Sin embargo, la sinopsis de A tumba abierta estaba ahí, llamándome, y cuando leí el primer párrafo me di cuenta de que, lo necesitara o no, ese era el libro que iba a leer aquel momento.
Todas las épocas son iguales. Que te digan que busques un mensaje cifrado en un templo egipcio o que lo busques en un cementerio en tu propio siglo nada cambia el hecho de que te han puesto a hurgar entre los muertos.
La novela de Fortea es de esas que siguen dos líneas temporales a cada capítulo. La primera es la actual. Un investigador con mucho sarcasmo que sabe hacer crítica de sí mismo sigue la pista de la muerte de Jorge Riesco. Por otro lado, la otra historia es la del propio Riesco antes de su muerte. Ni que decir tiene que lo que nos va llevar corriendo una página tras otra es saber qué diablos le pasó a Riesco y como la investigación de un buen policía acaba enterrada durante tantos años.
Me sorprende todo lo que hay condensado en tan pocas páginas. He tenido oportunidad de conocer bien a los personajes, dónde se mueven y todas las diferencias (y alguna que otra similitud) que hay entre una época y otra. Buena parte de ese logro Fortea se lo debe a su magnífica forma de describir. Es un estilo que encaja totalmente con mi gusto y que en más de una ocasión me tenía releyendo frases sólo para saborearlas. No es que sea una narración llena de florituras sino que emplea las palabras exactas. ¡Menuda envidia!
Amanecí el domingo con una sensación indefinible entre lo que se siente cuando se ham dormido tres horas y el resultado de dormir catorce. Tuve que fijarme en las cifras rojas del reloj de la mesilla para salir de dudas, y comprobar que aún eran las ocho de la mañana, y que, a pesar de no haber descansado, no podía dormir. Tenía la boca llena de clavos oxidados y la nariz de papel de lija, y fue al ordenador con la misma esperanza de quien va a una nevera que sabe vacía.
Si tuviera que buscarle algo negativo diría que A tumba abierta peca de precipitarse en su final. Tal vez porque no le queda más remedio. A fin de cuentas, ¿para qué alargar las cosas una vez descubierto el pastel?
Ha sido una auténtica delicia leer esta novela. Sé que pocos me harán caso pero estoy segura de que aquellos que acepten mi recomendación disfrutarán de un buen libro.
****½ (4.5/5)
